domingo, 10 de diciembre de 2006

El problema está en los muertos, no en la muerte (2)

El paisaje era hermoso: un lago enorme y brillante, aunque bastante afeado por la mugre. El sol tendía una manta color alma sobre el agua amarronada y los chicos jugaban en la orilla. El más gordito estaba más adentro, pero igual ahí no había tiburones. El pasto se extendía feliz, de la mano del lago, y un par de paredes rocosas daban una constante sensación de desunión entre esos dos sectores magnánimos.

Cada roca de esa pared tenía un color diferente. La más vieja era blanca y resplandecía cada vez que un chico pasaba cerca. Era como si riera, pero un poco menos grotesco. La roca más joven se llamaba Amalia y era tenebrosamente parecida a un ladrillo común y corriente. Todos sabíamos que le faltaba madurar, pero ella ya se creía una señora sabia, aunque ni siquiera era una princesa.

Entre estas dos piedras hermosas, una experimentada, la otra deliciosamente ingenua, se sucedían una cantidad de rocas que, ahora sabemos con certeza, era de doscientas cincuenta y tres. No voy a mentirles, para mis ojos había muchas más. Si me hubieran preguntado en ese momento, hubiera afirmado que, contenidas en esa pared, estaban todas las rocas del mundo.

Frente al muro de piedras, con cara de cansado y sudor por todo el cuerpo, había un caballo gris. Años atrás había sido negro como el rincón menos visible del cosmos, pero no cabe duda de que el tiempo es más poderoso que cualquier color. Los ojos del cuadrúpedo y sus ojeras mansas delataban una resignación atroz, que de hecho puede verse en casi todos los caballos de su edad.

El bufar repetitivo y tétrico del animal que, a fin de cuentas, no era más majestuoso que el sonido del viento helado en la madrugada de un desierto vacío, me estaba enojando por su belleza inmerecida. “¿Cuántos habrán hecho más intentos que este pobre diablo por conseguir la perfección eterna y, sin embargo, su bufido es lo único que puede darme escalofríos?”, pensaba yo, con amargura de principiante.

La respuesta estaba escondida entre esas doscientas cincuenta y tres piedras, y aunque sabía que tocar a una sola de ellas podía ser interpretado como un agravio inenarrable al más perfecto dios de fuego, emprendí mi búsqueda, sin más equipaje que cuatro sentidos, mi instinto de infante y una taza hirviente de té chino.

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