domingo, 10 de diciembre de 2006

Camino ignorante

Cuando ya las hormigas trabajosas cenaban y los zorros se convertían en lejanas luces de neón, solamente un espectador podía apreciar el espectáculo del sol escondiéndose, furioso de amor, detrás de una fina línea apaisada e inexistente.

Este avizorador de atardeceres, pero también de amaneceres y mediodías lluviosos, tenía poca actividad, y su vida consistía en lamentarse por no ser él el encargado de gozar de los privilegios del sol y la luna. No tenía amigos ni aficiones; no tenía nada por lo que luchar. Quería cambiar de lugar algo, pero tenía miedo de caerse y que se rieran de él.

Cada segundo se desesperaba más, porque aún siendo conciente de su inmortalidad, tenía miedo de que todo lo demás desapareciera y así quedarse solo en un planeta extraño.

Un día, después de siglos de angustia y cuestionamientos absurdos, consideró que era hora de empezar a caminar y romper esas raíces que lo tenían atado a las margaritas más relucientes.

Empezó a ver personas, animales nuevos, más grandes que las hormigas e incluso que los zorros de neón. Veía que sus largas franjas amarillas se iban entrecortando y emblanqueciendo. Descubrió nuevos idiomas y climas; montañas europeas con senderos sinuosos donde se contoneaban chicas con trenzas que ordeñaban vacas bellísimas y cocinas mugrientas, llenas de cucarachas, en las que hombres y mujeres de todos los tamaños y edades se repartían unas pocas lentejas.

Bailó en las playas más calurosas, con el sol mordiéndole los hombros, y fue parte de una sublime revuelta estudiantil. Se enamoró de una chica rusa de veinte años y le hizo el amor hasta que fue anciana y sabia. También se sumergió en un océano sin nombre, para presenciar oscuros actos de violencia acuática entre monstruos inimaginablemente perfectos.

No se privó de nada y fue valioso para todos. Escribió tantos libros hermosos que podría haber llenado infinitas bibliotecas de Babel e incluso ejecutó instrumentos musicales ya extintos, con nombres de árboles orientales.

Después de nacer y renacer, sin siquiera morir una vez, despertó de esta curiosa sucesión de vivencias con un sabor amargo en la boca. Aunque segundos después el sabor persistía y el pelo revuelto le tapaba los ojos, atinó a sonreír, porque llegaba a tiempo para ver al sol esconderse, furioso de amor, detrás de la vieja línea apaisada e inexistente.

A los pocos minutos de presenciar este acto, al que siempre había considerado rutinario pero hermoso, el sabor a hierro oxidado continuaba nadando entre los recovecos de su saliva. Descubrió entonces, para su desilusión, que ni el sol era tan brillante como siempre había creído, ni su amor era tan furioso, ni la línea tras la cual se ocultaba tan peculiar.

Descubrió que él había visto todo, que ya nada podría sorprenderlo. Y, por vez primera, lamentó ser inmortal.

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