El miedo es una seguidilla de lugares comunes. Es lo más perfecto del cosmos y al mismo tiempo es profundamente inexistente. Un factor constructivo/destructivo/parricida.
Con él comen burgueses, comunes y de los que mienten veinticuatro veces por segundo. De un modo u otro, todos. Son imperceptibles, omnipotentes, y yo no quiero ser. Tan poderosos como un asteroide en celo.
Todas las sensaciones juntas vendidas a un palmípedo absurdo que vive con su familia en un planeta vigoroso.
“Si te despertás, avisame; no soporto esta agonía”, fue el llamado principal y las últimas palabras de ese terco amnésico, que vivía en un universo atemporal, y para el cual perder el tiempo era sólo un rebusque poético.
Y después de todo, los seis sabíamos que sería así, que nada iba a tener un final cierto, y que las decisiones más temperamentales son las únicas homologables al terror a los murciélagos.
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