lunes, 11 de diciembre de 2006

Cuchillo en el pecho

Si el silencio se empezaba a desmoronar, iba a pasar algo grave.
El cruce de sonidos entre esas dos bocas no podría traer nada bueno.
Mejor así. Mejor callados, mudos.

...Y así fue que murieron tantos, avalados los asesinos por el pueblo inconsciente. Enfermos.


Escuchando: November (John Abercrombie, 1992)

domingo, 10 de diciembre de 2006

Bande à Part

Éramos cinco. O cuatro. O seis.
Justamente, no ser un número redondo, exacto, era lo que hacía que funcione la cosa.
Soy un convencido de que los grupos no sirven de mucho. Los grupos constantes, digo. Esos que se autoconsideran grupos, y van para allá, para acá, gritando “¡somos un grupo!”.
Se limitan, claro que sí. Se encierran en esa cajita musical perversa que los hipnotiza y los hace creer invencibles. Lo que siento por eso es una mezcla atroz de desagrado y envidia.

Pasa igual con las familias. Soy de terror.

Bueno, como decía: la cosa se cortó, está claro. Cada uno por su lado, yo por el mío. Siempre escapé a todo. Escapé tanto que ahora no me encuentran. O no me quieren encontrar, que es peor.


Escuchando: LIVE: En Route (John Scofield Trio, 2004)

A una chica escondida en mi cabeza

Te encanta inscribirte en los portones

Y pelear por tus hombros, que se pelan en agosto

Y espiar a tus hombres, que se pelean

(Y no por la primavera, que está a la vuelta de la esquina)


Es curioso: contra eso no puedo hacer nada, pero contra lo otro tampoco

Por eso me siento, y espero que te canses de esperarme y aparezcas corriendo

De acá, no me muevo

Yo no me inscribo en peleas. Todavía

(No sé firmar bien)

Estás ciego

Si no se hace tarde, ¿para qué esperar?

Si te tragás el sol, ¿en quién desconfiar?

No es tan lejano el arroyo de aguas cristalinas

Y el golpeteo apesadumbrante de las banquinas


Pero vos vas por el centro, tranquilo, inmutable

El fin justifica los medios

¿El fin? ¿Qué fin?

En serio te pregunto

Dos mentiras de noche

“¡Nada de robar cuerpos por acá!”, era el grito inmortal de la vieja que vivía enfrente del cementerio público.

¿Pero quién iba a hacerle caso a una antigua canosa sobremaquillada y rebosante de bijouterie de fantasía? Los jóvenes se le reían en la cara y trepaban todos los días 6 el portón de rejas oxidadas. Los rituales tenían que llevarse a cabo sí o sí. Hacer enojar a Magenta era por demás peligroso y las tachas y piercings no cubrían a los mortales de sus furias maelstrómicas.

Así que, como es de imaginarse, cuando salían del cementerio se ubicaban en círculo, por lo general en la habitación de la chica pelirroja., y hacían el ritual para amansar a la bestia.

Un día apareció el Diablo.

Se sorprendieron los adolescentes porque, al contrario de lo que afirma el mito popular que desde hace siglos se cuela por entre los dientes de los miembros de legiones subterráneas, el Amo de los Infiernos no juega TAN bien al truco.


Escuchando: Corte dei Miracoli (ídem, 1976)

Alimentándome con: mate y pan

Las arañas inconclusas deberían vengarse

Lo ajeno nos da miedo. ¿Cómo se explica sino, por ejemplo, que mucha más gente le tema a las tarántulas que a los conejos? Es bastante sencillo: las arañas son demasiado diferentes a nosotros, los humanos. La manera de moverse, la coordinación sublime de sus patas, los pelajes coloridos y a veces hasta caleidoscópicos. Son criaturas más admirables que temerosas. Y sin embargo, ¿por qué al verlas cualquiera pegaría un grito y buscaría una forma? ¡Una forma, buscaría! Es asombroso.

Antes, ojos

Las voces radiantes arqueaban las cejas. Cuestionaban, interrogaban. Hasta el calor, que no es tan amargo, me llamaba.

Y yo, sentado. Expectante, a la sombra, mientras el rayo de sol me atravesaba en cuarto menguante. “No es tan fácil perjudicar a Deméter y salir ileso”, gritaban mis entrañas, obnubiladas de actualidad asqueante.

Pero hay que vivir hoy, acá. Mirar al suelo, al horizonte. “Sino, ya sabés...”, me había dicho al oído un chico de anteojos, “estatua de sal”. Le había creído; ¿qué otra cosa podía hacer yo, tan joven y puro?

Bueno, tal vez no tan joven y puro... depende del reloj de arena, de su humor maleable.


Escuchando: Bitches Brew (Miles Davis, 1970)

Fuego de Luna

Lo más admirable de lo fantástico es que lo fantástico no existe. Todo es real”. – André Breton.

Si mi mejor amigo, muerto hace mucho, se me apareciese, tocase mi oreja con sus dedos y la inflamase instantáneamente, yo no creería que venía del infierno; yo no creería por eso ni en Dios, ni en la Inmaculada Concepción, ni en que la Virgen me puede ayudar en los exámenes. Pensaría sólo: ‘Luis, aquí tienes otro misterio que tampoco comprendes’”. – Luis Buñuel.


¡No sabés lo que me pasó la otra noche! Resulta que estaba con Manuel en mi habitación. Estábamos escuchando música, charlando, cuando empezamos a escuchar ruidos en la escalera. Era muy raro. En mi habitación estaba prendida una de las luces del techo, y de repente empezó a apagarse y prenderse, se iba y volvía, se iba y volvía. A los diez segundos, más o menos, se estabilizó, pero para ese momento ya estábamos muertos de miedo.

Volviendo a los ruidos: era como el sonido que hacen los grillos, pero muchísimo más fuerte y filoso. De repente, Chester se puso a ladrar, cosa muy rara... ¿Qué me mirás con esa cara? Sí, dos grandulones de diecinueve años muertos de miedo, ¿qué tiene? Tendrías que haber estado ahí, con nosotros, a ver si te hacías la viva...

Bueno, el asunto es que bajamos el volumen de la música, porque cada vez nos alteraba más. Ya iban como dos minutos del ruido y nosotros paralizados, mirándonos, sin decir nada. Apagamos la luz, no sé por qué. Fue algo bastante insensato. El tema es que los ruidos fueron haciéndose más fuertes y, encima, por la hendija de debajo de la puerta se empezó a ver una luz naranja.

Te podés imaginar cómo nos pusimos... Manuel estaba temblando y yo sentía que el corazón me latía cada vez más y más rápido. Ahora que pienso en frío, no entiendo por qué no salimos por la ventana. Bah, sí entiendo por qué: porque no podíamos ni pensar, ni movernos, ni hablar, ni nada.

De un momento al otro, los ladridos del perro pararon, después chilló durante varios segundos y se calló de repente. Me hubiera preocupado si no hubiera sido porque en ese momento no era capaz ni de respirar.

Ahora el ruido se iba amplificando: ya no sonaba como grillos, sino como ratas. ¿Viste cuando escuchás a montones de ratas juntas, amontonadas, haciendo esos sonidos que ponen la piel de gallina? Bueno, así.

En ese momento, junté coraje, respiré hondo, y le dije a Manuel: “¿qué hacemos?”. Me quiso contestar algo, pero apenas balbuceó un par de sonidos ininteligibles y se quedó mirando a un punto fijo con los ojos helados, nerviosos.

Me di cuenta, entonces, de que el ruido no solamente sonaba cada vez más fuerte, sino que estaba más cerca que al principio. Lo sentía al lado de mi oreja. Lo que pasa es que se iba acercando tan despacio que no me había dado cuenta antes. También el naranja, que seguía entrando por debajo de la puerta, era más brillante. Era fácil darse cuenta de que todo el rectángulo de la escalera estaba de ese color. El calor que llegaba a la habitación, noté en ese momento, era insoportable. De hecho, estaba transpirando muchísimo. Es increíble todas las cosas que te pueden pasar sin que te avives cuando estás asustado.

Bueno, ahora seguramente te estarás preguntando cómo terminó todo. Aunque te parezca mentira, lo próximo que recuerdo es que me despertaba, con el sol entrando furiosísimo por las cinco ventanas. Yo estaba tirado en el puff negro y Manuel sentado en la cama, apoyado contra la pared. Cuando lo miré, él estaba abriendo los ojos. Tardé unos segundos en darme cuenta de que el equipo de música, el ventilador y la computadora estaban desenchufados.

Hablamos un rato sobre lo de la noche anterior, y él también se acordaba de todo. En fin, quisimos bajar a comer algo porque teníamos hambre, pero por un lado no nos animábamos a salir de la pieza y bajar la escalera.

Teníamos que hacerlo sí o sí, así que abrí la puerta sin pensar demasiado. Para nuestro asombro, estaba todo en perfectas condiciones. Chester durmiendo en el patio, nada fuera de lo normal. Lo único curioso fue que encontramos un fósforo usado en un peldaño de la escalera.

Poema mediocre, sin continuidad teológica

No es tan como dicen en el barrio, que si no criás chanchos te matan a palazos

Espero que sea un poco diferente, quiero salir a gritar hoy

Yo elijo el salvajismo y las derrotas, y cortar con los saludos

Es el paso que falta, ¿no?

Mañana voy a estar quince veces más exhausto

Antes y después de la ciencia

El miedo es una seguidilla de lugares comunes. Es lo más perfecto del cosmos y al mismo tiempo es profundamente inexistente. Un factor constructivo/destructivo/parricida.

Con él comen burgueses, comunes y de los que mienten veinticuatro veces por segundo. De un modo u otro, todos. Son imperceptibles, omnipotentes, y yo no quiero ser. Tan poderosos como un asteroide en celo.

Todas las sensaciones juntas vendidas a un palmípedo absurdo que vive con su familia en un planeta vigoroso.

“Si te despertás, avisame; no soporto esta agonía”, fue el llamado principal y las últimas palabras de ese terco amnésico, que vivía en un universo atemporal, y para el cual perder el tiempo era sólo un rebusque poético.

Y después de todo, los seis sabíamos que sería así, que nada iba a tener un final cierto, y que las decisiones más temperamentales son las únicas homologables al terror a los murciélagos.

Plumaje o Por qué no atravesar ese espejo

Las paredes están mejor pintadas de noche, pero la espontaneidad del piso reluce a la perfección los sábados a las once y veintidós, cuando el sol, que camina por sobre el techo del vecino de enfrente, se cuela por debajo del cúmulo de antiguas hendijas horizontales de la persiana gris, en ese sector de la ventana que separa a mi habitación de una selva.

El problema está en los muertos, no en la muerte (2)

El paisaje era hermoso: un lago enorme y brillante, aunque bastante afeado por la mugre. El sol tendía una manta color alma sobre el agua amarronada y los chicos jugaban en la orilla. El más gordito estaba más adentro, pero igual ahí no había tiburones. El pasto se extendía feliz, de la mano del lago, y un par de paredes rocosas daban una constante sensación de desunión entre esos dos sectores magnánimos.

Cada roca de esa pared tenía un color diferente. La más vieja era blanca y resplandecía cada vez que un chico pasaba cerca. Era como si riera, pero un poco menos grotesco. La roca más joven se llamaba Amalia y era tenebrosamente parecida a un ladrillo común y corriente. Todos sabíamos que le faltaba madurar, pero ella ya se creía una señora sabia, aunque ni siquiera era una princesa.

Entre estas dos piedras hermosas, una experimentada, la otra deliciosamente ingenua, se sucedían una cantidad de rocas que, ahora sabemos con certeza, era de doscientas cincuenta y tres. No voy a mentirles, para mis ojos había muchas más. Si me hubieran preguntado en ese momento, hubiera afirmado que, contenidas en esa pared, estaban todas las rocas del mundo.

Frente al muro de piedras, con cara de cansado y sudor por todo el cuerpo, había un caballo gris. Años atrás había sido negro como el rincón menos visible del cosmos, pero no cabe duda de que el tiempo es más poderoso que cualquier color. Los ojos del cuadrúpedo y sus ojeras mansas delataban una resignación atroz, que de hecho puede verse en casi todos los caballos de su edad.

El bufar repetitivo y tétrico del animal que, a fin de cuentas, no era más majestuoso que el sonido del viento helado en la madrugada de un desierto vacío, me estaba enojando por su belleza inmerecida. “¿Cuántos habrán hecho más intentos que este pobre diablo por conseguir la perfección eterna y, sin embargo, su bufido es lo único que puede darme escalofríos?”, pensaba yo, con amargura de principiante.

La respuesta estaba escondida entre esas doscientas cincuenta y tres piedras, y aunque sabía que tocar a una sola de ellas podía ser interpretado como un agravio inenarrable al más perfecto dios de fuego, emprendí mi búsqueda, sin más equipaje que cuatro sentidos, mi instinto de infante y una taza hirviente de té chino.

Camino ignorante

Cuando ya las hormigas trabajosas cenaban y los zorros se convertían en lejanas luces de neón, solamente un espectador podía apreciar el espectáculo del sol escondiéndose, furioso de amor, detrás de una fina línea apaisada e inexistente.

Este avizorador de atardeceres, pero también de amaneceres y mediodías lluviosos, tenía poca actividad, y su vida consistía en lamentarse por no ser él el encargado de gozar de los privilegios del sol y la luna. No tenía amigos ni aficiones; no tenía nada por lo que luchar. Quería cambiar de lugar algo, pero tenía miedo de caerse y que se rieran de él.

Cada segundo se desesperaba más, porque aún siendo conciente de su inmortalidad, tenía miedo de que todo lo demás desapareciera y así quedarse solo en un planeta extraño.

Un día, después de siglos de angustia y cuestionamientos absurdos, consideró que era hora de empezar a caminar y romper esas raíces que lo tenían atado a las margaritas más relucientes.

Empezó a ver personas, animales nuevos, más grandes que las hormigas e incluso que los zorros de neón. Veía que sus largas franjas amarillas se iban entrecortando y emblanqueciendo. Descubrió nuevos idiomas y climas; montañas europeas con senderos sinuosos donde se contoneaban chicas con trenzas que ordeñaban vacas bellísimas y cocinas mugrientas, llenas de cucarachas, en las que hombres y mujeres de todos los tamaños y edades se repartían unas pocas lentejas.

Bailó en las playas más calurosas, con el sol mordiéndole los hombros, y fue parte de una sublime revuelta estudiantil. Se enamoró de una chica rusa de veinte años y le hizo el amor hasta que fue anciana y sabia. También se sumergió en un océano sin nombre, para presenciar oscuros actos de violencia acuática entre monstruos inimaginablemente perfectos.

No se privó de nada y fue valioso para todos. Escribió tantos libros hermosos que podría haber llenado infinitas bibliotecas de Babel e incluso ejecutó instrumentos musicales ya extintos, con nombres de árboles orientales.

Después de nacer y renacer, sin siquiera morir una vez, despertó de esta curiosa sucesión de vivencias con un sabor amargo en la boca. Aunque segundos después el sabor persistía y el pelo revuelto le tapaba los ojos, atinó a sonreír, porque llegaba a tiempo para ver al sol esconderse, furioso de amor, detrás de la vieja línea apaisada e inexistente.

A los pocos minutos de presenciar este acto, al que siempre había considerado rutinario pero hermoso, el sabor a hierro oxidado continuaba nadando entre los recovecos de su saliva. Descubrió entonces, para su desilusión, que ni el sol era tan brillante como siempre había creído, ni su amor era tan furioso, ni la línea tras la cual se ocultaba tan peculiar.

Descubrió que él había visto todo, que ya nada podría sorprenderlo. Y, por vez primera, lamentó ser inmortal.